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¿Somos libres para elegir lo que comemos?

¿Somos libres para elegir lo que comemos? 600 450 Miguel A. Lurueña

En los últimos años, algunos países como Estados Unidos, Portugal o Reino Unido han tomado la decisión de gravar con impuestos la venta de bebidas azucaradas con el fin de desincentivar su consumo y contribuir así a mejorar la salud pública. En España se planteó esa posibilidad hace unos meses, aunque finalmente fue desestimada y solo fue aplicada por Cataluña. Estos acontecimientos avivaron un debate, cada vez más frecuente, entre quienes defienden el papel del Estado como protector de la salud pública y quienes califican este tipo de medidas de paternalistas y contrarias a la libertad individual. Pero ¿en qué situación nos encontramos actualmente? ¿Hasta qué punto somos libres para elegir cómo nos alimentamos?

Si hablamos de medidas legales, las restricciones van encaminadas sobre todo a evitar adulteraciones, fraudes o riesgos para la salud de la población por la posible presencia de contaminantes (bacterias, compuestos tóxicos, etc.). Por lo demás, apenas existen normas que limiten el consumo o la venta de alimentos, salvo contadas excepciones, como es el caso de las bebidas alcohólicas (consumo en eventos deportivos o al volante, venta a menores, etc.). Es decir, en general, podemos comer lo que queramos, cuando queramos y cuanto queramos. Sin embargo, esto no significa que nuestras elecciones a la hora de alimentarnos sean libres, ya que para ello deben existir unas condiciones que a día de hoy no se dan.

En primer lugar, para poder hacer una elección verdaderamente libre, es necesario contar con conocimientos, es decir, saber qué opciones existen, cuáles son las más adecuadas y qué repercusiones pueden tener nuestras decisiones. Lamentablemente, los conocimientos de la mayor parte de la población en materia de alimentación no sólo son insuficientes, sino que además son erróneos. Suele pensarse por ejemplo que es imprescindible desayunar leche, cereales y fruta, cuando en realidad no existe evidencia científica que respalde tal cosa. Este tipo de consejos infundados, que a menudo son impulsados por determinados sectores de la industria alimentaria, nos llevan a elegir alimentos que se adapten a ese esquema cerrado, obviando el resto de opciones. Así, nos sentimos libres porque podemos elegir entre cincuenta tipos de galletas, pensando incluso que son saludables, sin caer en la cuenta de que podríamos optar por un millón de alimentos mejores para nuestra salud, como por ejemplo un puñado de nueces. Es decir, nos comportamos del mismo modo que un pájaro que permanece en el interior de su jaula a pesar de tener la puerta abierta.

Nuestra escasez de conocimientos y de criterio, también nos impide hacer una elección libre a la hora de hacer la compra. A menudo nos encontramos etiquetados que no comprendemos o que no sabemos interpretar y envases o promociones que incluso nos engañan deliberadamente y que dirigen nuestras elecciones. Por ejemplo, si nos disponemos a comprar leche y encontramos un envase en el que se muestran las palabras “tus mañanas serán más ligeras con leche sin lactosa”, pensaremos que esa es la mejor opción, incluso aunque no padezcamos intolerancia alguna a este azúcar y su consumo no nos aporte ningún beneficio extra. Este tipo de estrategias publicitarias es muy frecuente y se basa en hacernos pensar que tenemos necesidades especiales o que una dieta normal tiene carencias, de manera que necesitamos consumir determinados productos para mantener un buen estado de salud. Así, compramos por ejemplo bebidas lácteas enriquecidas en omega-3 por miedo a sufrir déficit de esta sustancia, sin saber que una rodaja de salmón cubre sobradamente nuestras necesidades de ese nutriente.

El caso es aún más dramático cuando se trata de la publicidad de alimentos para bebés. Nos han metido en la cabeza que no existen alternativas a las papillas de cereales y que alimentar a menores de 3 años es complicado y requiere productos específicos, cuando en realidad no es así. Es más, muchos de esos productos no sólo son innecesarios, sino que además son insanos y les predisponen para llevar una dieta poco saludable (yogures azucarados, galletas, etc.). Pero ahí no queda la cosa. En cuanto esos bebés crecen un poco, son bombardeados con infinidad de mensajes publicitarios, y eso a pesar de tratarse de un colectivo que no tiene poder adquisitivo. Lo que ocurre es que la población infantil carece casi por completo de conocimientos y de criterio, así que las estrategias publicitarias van encaminadas a convencerles para que deseen un determinado producto, de modo que posteriormente sean ellos quienes insistan a los adultos que se encargan de su cuidado. Por eso, en los alimentos pensados para el público infantil, se incluyen dibujos de sus personajes favoritos o juguetes. Aunque no sólo eso. También se utilizan otras prácticas, como colocar estos productos dentro del supermercado en los estantes que están muy cerca del suelo, precisamente a la altura de sus ojos. Así, ¿qué libertad de elección queda ante dos niños berreando y pataleando en el suelo de un establecimiento porque quieren que les compren las galletas de sus dibujos favoritos?

Y si eso no funciona, aún queda otra baza: “es que todos mis compañeros de clase las comen”. Hablamos de la presión social, que es otro de los factores que condicionan nuestras elecciones. También las de los adultos, por supuesto. Por ejemplo, si acudimos a una comida de trabajo y a la hora del postre todo el mundo pide tarta, seguramente nos costará desmarcarnos y pedir una manzana, no vaya a ser que nos tachen de raritos. Aunque, por otra parte, quizá nos estemos precipitando al presuponer que en ese restaurante ofrecen fruta. Y es que hay muchos entornos en los que las opciones saludables se cuentan con los dedos de una mano; por ejemplo: centros comerciales, estaciones de tren, aeropuertos o incluso tiendas de comestibles y restaurantes. En general, la disponibilidad de alimentos saludables es muy reducida, de igual modo que lo es su promoción. Lo que abunda son los productos insanos, cuya presencia y publicidad es absolutamente omnipresente y eso influye de forma muy significativa en las elecciones que hacemos a la hora de alimentarnos.

Por si fuera poco, es frecuente que el precio de esos productos insanos sea mucho más bajo que el de los alimentos saludables, así que a veces decantarnos por estos últimos no es fácil, especialmente si nuestro poder adquisitivo no es muy alto. Imaginemos que paseamos por el centro de una ciudad y queremos comer algo. A menudo la única opción es acudir a uno de los muchos establecimientos de comida rápida que abundan en ese entorno y que ofrecen menús por apenas tres euros. ¿Cómo vamos a elegir otra alternativa más saludable cuando no se encuentra a nuestro alcance físico ni económico?

A todo esto hay que sumar además que los productos insanos suelen tener unas características organolépticas (aspecto, olor, sabor, textura) que gustan mucho. Precisamente se conciben y elaboran con ese fin, así que ¿cómo vamos a elegir un insulso calabacín a la plancha cuando podemos comer algo con intenso sabor dulce, un punto de salado, un poco de grasa y además crujiente? A nuestro cerebro le encantan estas cosas y nos recompensa por ello, ordenando la liberación de sustancias que nos hacen sentir bien. Además, cuando esto lo experimentamos de forma habitual nuestro organismo se acostumbra (por ejemplo, nos cuesta más percibir y disfrutar los sabores poco intensos) y nos resulta muy difícil volver a apreciar el placer de comer ese calabacín a la plancha.

Otro factor que determina nuestra elección de alimentos es la falta de tiempo y de habilidades culinarias. Para alimentarse de forma saludable, es recomendable cocinar en casa. Pero esto es complicado y lleva mucho tiempo. O al menos eso es lo que nos dicen muchas de las empresas que venden alimentos ultraprocesados listos para consumir. En realidad, preparar alimentos es más sencillo de lo que a veces nos hacen creer. Basta con invertir un poco de interés y de tiempo para adquirir destreza en la cocina y para planificar y preparar las comidas. No son necesarias tantas horas como a veces se piensa y además hay algunas opciones que pueden facilitarnos la tarea, como las ensaladas de bolsa, los vegetales ultracongelados o las legumbres en conserva.

Recapitulando, nos encontramos en una situación en la que la mayor parte de la sociedad carece de conocimientos y de criterio en materia de alimentación y los productos insanos son omnipresentes, muy baratos y están muy ricos. Todos estos factores (y alguno más, como por ejemplo los conflictos de interés de algunas sociedades sanitarias o la desinformación de algunos medios de comunicación), definen lo que se conoce como ambiente obesogénico, es decir, un entorno que propicia el sobrepeso y la obesidad.

Para hacernos una idea, basta decir que, en España, en torno al 40% de la población infantil de entre 7 y 8 años tiene sobrepeso u obesidad, lo que significa que es probable que padezcan obesidad en la edad adulta y que sufran ciertas patologías, incluso a edades tempranas, tales como enfermedades cardiovasculares y diabetes. Si hablamos de la población general, el porcentaje de sobrepeso y obesidad se eleva hasta el 53%. Esto es algo verdaderamente preocupante porque cada año cuesta la vida a miles de personas en toda Europa. No en vano, en este continente, 9 de cada 10 muertes causadas por enfermedades no transmisibles se deben a enfermedades cardiovasculares, diabetes, enfermedades respiratorias y diferentes tipos de cáncer, cuyos principales causantes son el sedentarismo, el consumo de alcohol y tabaco y el seguimiento de una dieta insana.

La situación no es de extrañar. Muchas de las decisiones que nos han llevado a ella están condicionadas por las enérgicas acciones de buena parte de la industria alimentaria, cuyo fin último no es la salud, lógicamente, sino la obtención de beneficios económicos.
Así pues, para conseguir que las elecciones de la ciudadanía en materia de alimentación sean verdaderamente libres, se hace necesario mejorar la educación y aumentar la concienciación de toda la sociedad, incentivar el consumo de alimentos saludables (con medidas impositivas, campañas promocionales y fomento de la disponibilidad) y desincentivar el de productos insanos, tomando medidas como la prohibición de publicidad de alimentos destinada al público infantil o la aplicación de impuestos a las bebidas azucaradas, una propuesta que a pesar de polémica, resulta efectiva para reducir el consumo y mejorar la salud pública.

 

Este artículo fue publicado originalmente en El Confidencial.