Cada vez hay más personas que recelan de los aditivos. Las empresas alimentarias lo saben bien, así que muchas de ellas tratan de evitar el uso de ciertas sustancias a la hora de elaborar sus productos. Su objetivo es conseguir lo que se conoce como “etiqueta limpia” o “clean label”, es decir, listados de ingredientes en los que no aparezcan compuestos con códigos o nombres extraños que puedan causar rechazo en los consumidores. Para ello se siguen diferentes estrategias, algunas de las cuales no están exentas de polémica.
Una de las maneras de conseguir ese “etiquetado limpio” es simplemente evitar el uso de aditivos. Esto puede dar a entender al consumidor que esos compuestos son innecesarios o que se emplean de forma caprichosa, pero obviamente no es así. Todos se utilizan por algún motivo justificado, ya que cumplen diferentes funciones que ayudan, entre otras cosas, a mejorar o preservar las propiedades nutricionales y organolépticas del alimento (aspecto, olor sabor, textura), a prolongar su vida útil o a asegurar su inocuidad. Por otra parte, es cierto que no todos son necesarios en la misma medida o dicho de otro modo, algunos son más prescindibles que otros. El ejemplo más recurrente es el de los colorantes que, como su nombre indica, cumplen la función de aportar color al producto y por eso algunas personas los consideran superfluos. Es cierto que quizá se encuentran entre los menos indispensables, aunque no hay que olvidar que uno de los primeros atributos en los que basamos nuestras decisiones de compra y que además influye de forma muy decisiva en nuestra aceptación de los alimentos es el aspecto. Por ejemplo, nadie pagaría por una paella con arroz de color blanco, así que lo que se suele hacer es añadir tartrazina, un aditivo que aporta el color amarillo que caracteriza este plato (al menos en las versiones económicas en las que no se emplea azafrán).
En cualquier caso, hay empresas que se decantan por abandonar el uso de ciertos aditivos, en la medida de lo posible. Por ejemplo, hay quien prefiere no utilizar EDTA, un antioxidante que se emplea habitualmente en conservas de legumbres para preservar el aspecto y el sabor, impidiendo la formación de colores pardos y el enranciamiento. Y es que hay personas que están dispuestas a sacrificar algunas características del producto con tal de que algún aditivo no esté presente.
Pero la cosa no siempre es tan sencilla. Hay muchos casos en los que la omisión de aditivos no es posible o conlleva grandes inconvenientes. Por ejemplo, si no se utilizaran conservantes en la formulación de algunos productos como la carne picada o las hamburguesas su vida útil sería de tan sólo 24 horas, en lugar de 8 ó 10 días, lo que supondría un gran trastorno para muchas personas que no disponen de tiempo suficiente para hacer la compra al día. Y si no se emplearan nitratos en la elaboración de embutidos, aumentaría el riesgo de que se desarrollara en su interior una peligrosa bacteria patógena llamada Clostridium botulinum.
En definitiva, evitar el uso de aditivos no siempre es posible o, al menos, no siempre es fácil. Sin embargo, viendo algunas campañas publicitarias se puede llegar a pensar lo contrario, aunque hay que aclarar que muchas de ellas tienen truco. Una de las tácticas que se emplean consiste en destacar la ausencia de aditivos en productos que habitualmente no los llevan, bien porque la legislación no lo permite, o bien, porque no son necesarios. Por ejemplo, hay quien se dedica a vender leche presumiendo de que no contiene aditivos, cuando se trata de un alimento al que prácticamente no se puede añadir ninguno (solamente está permitido el uso de fosfatos y casi ninguna empresa los emplea). También hay quien promociona alimentos en conserva destacando que no contienen conservantes, cuando en realidad este tipo de compuestos no son necesarios en esos productos. Y es que a veces nos centramos tanto en los aditivos, que se nos olvida (o desconocemos) que la conservación de la mayoría de los productos que encontramos en el mercado se debe a procesos físicos, como la aplicación de altas temperaturas (pasteurización o esterilización) o de bajas temperaturas (refrigeración o congelación).
Por otra parte, ni siquiera es necesario evitar el uso de aditivos para presumir de “etiqueta limpia”. Una de las estrategias que siguen algunas empresas tiene que ver con la forma en la que se declaran esas sustancias en el listado de ingredientes. La legislación establece que debe mostrarse en primer lugar la categoría a la que pertenecen (por ejemplo, “edulcorantes”) y acto seguido el aditivo en cuestión, que puede ser expresado con su nombre (por ejemplo, “glicósidos de esteviol”), o bien, con su código (en este caso, “E-960”), aunque también pueden mostrarse de ambas formas a la vez (glicósidos de esteviol (E-960)). Generalmente lo que hace el productor es elegir la opción que menos rechazo cause en el consumidor. Es decir, si el nombre es muy extraño se utiliza el código (por ejemplo, se prefiere “E 215” en lugar de “p-hidroxibenzoato sódico de etilo”), y si el nombre resulta familiar, se elige esta opción (por ejemplo, “betacaroteno”). Esta práctica fue llevada al extremo en una campaña publicitaria que fue lanzada hace poco más de un año, en la que se promocionaban productos que supuestamente no contenían sustancias con códigos E, dando a entender que no se empleaban aditivos. En realidad, sí que los contenían, pero lo que se hacía era designarlos con su nombre en lugar de hacerlo con su código. Lógicamente esto no gustó nada a los consumidores, así que la empresa se vio obligada a modificar su campaña.
Otra de las estrategias que se siguen para tratar de conseguir un “etiquetado limpio” consiste en sustituir los aditivos por otras sustancias que ejerzan una función similar pero que no estén catalogadas con un código E. Así, se emplea jugo de remolacha en lugar de betanina (E 162) o romero en lugar de extractos de romero (E-392). Quizá estos ejemplos no llamen mucho la atención, pero hay otros que sí lo hacen. Así, si leemos el listado de ingredientes de algunos productos cárnicos veremos que no contienen nitratos (E 251, E 252), pero en su formulación se utilizan algunos vegetales, como por ejemplo espinacas, que se caracterizan por contener nitratos de forma natural. Algo parecido ocurre en el pan de molde. Normalmente se emplea ácido propiónico (E 280) en su formulación para evitar la formación de mohos. Sin embargo, hay marcas que prescinden de él. En su lugar, lo que hacen es añadir ciertas levaduras que producen ese compuesto cuando se encuentran en el pan, con lo cual el resultado viene a ser similar. En definitiva, las sustancias que se emplean en todos estos casos son básicamente las mismas. La diferencia es que cuando se encuentran en forma de aditivos están aisladas y purificadas, lo que significa que su uso es más eficiente y se pueden dosificar mejor. Además, no plantean otros inconvenientes como la variabilidad en la composición (por ejemplo, la concentración de nitratos en las espinacas no siempre es la misma) o la modificación de las características organolépticas (como ocurre cuando añadimos esa verdura a una hamburguesa, por ejemplo).
Como podemos ver, algunas de las estrategias que se siguen para tratar de lograr un “etiquetado limpio” podrían tacharse de engañosas o de poco éticas. Pero más allá de eso, el trasfondo de esta tendencia cada vez más presente es la quimiofobia o el miedo a la química. Por eso muchos de esos productos se promocionan bajo las palabras “natural” o “sin aditivos”, mensajes que potencian la idea de que los compuestos químicos son perjudiciales y de que “lo natural” es mejor. Ni que decir tiene que esto carece de fundamento. Para empezar, todos los compuestos que nos rodean son sustancias químicas, desde el aire que respiramos hasta las moléculas que conforman las células de nuestro organismo. Tampoco tiene sentido pensar que los compuestos de síntesis son perjudiciales y los “naturales” son buenos, ya que las propiedades de una sustancia no dependen de su origen, sino de su composición y estructura químicas. En estos casos se suele poner como ejemplo el veneno de serpiente, que a pesar de ser natural puede resultar mortal y por otro lado el cloro que se emplea para potabilizar el agua, evitando así la propagación de enfermedades, a pesar de ser un compuesto que se podría percibir como “poco natural”.
Lo mismo se puede decir de los aditivos. A pesar de lo que mucha gente piensa, no todos son de origen sintético, sino que proceden de fuentes muy variadas y numerosas, desde insectos hasta plantas, pasando por microorganismos y minerales. En cualquier caso, tanto si son de origen natural, como si son de síntesis, los aditivos que están aprobados para su uso en alimentos son seguros en las dosis permitidas. Para asegurar que es así, son sometidos previamente a evaluaciones toxicológicas que permiten conocer sus dosis seguras de empleo para que su consumo no suponga ningún riesgo para la salud. Además, son reevaluados de forma periódica, de manera que si, en función de la evolución de los conocimientos científicos o de los cambios en los hábitos de consumo, surge alguna duda sobre su seguridad, puede procederse a su retirada. Es decir, la lista de aditivos que recoge la legislación no es inamovible; cada cierto tiempo hay nuevas bajas y también nuevas incorporaciones, así como modificaciones en los usos o en las dosis permitidas.
En definitiva, no debemos tener miedo a los aditivos. Lo que ocurre es que los productos que suelen contenerlos en gran número son precisamente los alimentos insanos, que se caracterizan por tener una elevada densidad energética y grandes proporciones de azúcar, harinas refinadas, sal y grasas de mala calidad nutricional. Eso es precisamente lo que más debería preocuparnos porque el abuso de esos ingredientes en la dieta es uno de los factores que más contribuye al desarrollo de enfermedades como obesidad, diabetes y enfermedades cardiovasculares, que cada año acaban con la vida de miles de personas en todo el mundo.
Este artículo fue publicado originalmente en El Confidencial.
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